¿Qué factores juegan en la Argentina para el apoyo al uso de transgénicos y qué ocurre con quienes son afectados por las fumigaciones pero negocian con esa toxicidad? Estos son algunos de los interrogantes que intenta responder la socióloga Amalia Leguizamón en su último libro. TSS dialogó con la autora sobre una obra que refleja más de una década de trabajo con familias agrícolas del centro pampeano
Amalia Leguizamón empezó a estudiar Filosofía en Bahía Blanca, su ciudad natal, y cursó dos años de Sociología en la Universidad Nacional de La Plata. La crisis que atravesó el país en el año 2001 la llevó a solicitar y ganar una beca para continuar sus estudios en Estados Unidos, donde terminó la carrera y luego realizó un doctorado. Hoy es profesora y una de las 70 especialistas del Centro de Estudios Latinoamericanos del Departamento de Sociología de la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, tras haberse especializado en Sociología Ambiental y temas de desarrollo latinoamericano.
“Cuando estaba terminando el doctorado quise volver al país con el programa RAICES del CONICET, pero fue cuando estaba Macri y habían recortado los ingresos… Y bueno, me ofrecieron este puesto y me quedé”, recuerda Leguizamón, que nunca dejó de visitar la Argentina al menos una vez por año, y cuyas problemáticas agrarias ha convertido en el centro de sus investigaciones de posgrado. Sus hallazgos, luego de más de una década de trabajo, han sido plasmados en el libro Las semillas del poder. Injusticia ambiental en la Argentina sojera, que recientemente ha sido traducido y publicado por UNSAM Edita.
¿Qué la llevó a investigar sobre cuestiones rurales argentinas desde Estados Unidos?
Quería entender por qué los productores prefieren la tecnología transgénica, cuando en el resto del mundo tienen una serie de razones por las que están absolutamente en contra de la semilla patentada transgénica y el modelo de producción agroindustrial. Y, también, qué pasa con la gente que recibe el impacto tóxico de las fumigaciones pero se beneficia de la soja, cómo negocian estar expuestos a la toxicidad esos grupos que yo llamo intermedios, porque no son absolutamente desempoderados pero tampoco están absolutamente empoderados.
“En la Argentina agroexportadora, hay una historia de innovación tecnológica que da gran orgullo a las poblaciones rurales”, dice Leguizamón.
¿Y qué razones encontró?
Antes de responder a eso, es importante aclarar que hice la investigación entre los años 2008 y 2016, durante el boom agroexportador, cuando el tema de los agrotóxicos todavía no era parte de la conciencia popular y todo lo relacionado con la soja y a ese paquete tecnológico era grandioso, era la segunda revolución de las pampas, volver a ser el granero del mundo. Entonces, para pensar en las razonas de aceptación hay que entender, primero, qué actores serían capaces de empezar la protesta y por qué no lo hacen. En este caso, están los actores que tienen poder y capacidad de decisión productiva, los actores del agronegocio, y cómo ellos ven la tecnología transgénica en el presente, en relación con el pasado. Creo que esa es la parte fuerte de por qué está tan arraigada la aceptación.
¿Podría ampliar esa idea?
Claro. En la Argentina agroexportadora, hay una historia de innovación tecnológica que da gran orgullo a las poblaciones rurales, y eso no puede ser separado del presente. Cuando estaba haciendo el trabajo de campo me decían frases como: “Hacemos la mejor agricultura del mundo”, “desde 1930 siempre estuvimos usando tecnología de punta”, “la Argentina está en crisis, pero el campo no” o “si la Argentina va a salir o está saliendo, es gracias al campo”. La adopción de la tecnología de punta en el campo da gran orgullo y eso retrotrae a un pasado. Hay una gran nostalgia de los argentinos de esa promesa de lo que fuimos, del granero del mundo, ese momento en que ka Argentina era rica y éramos como Canadá o Australia.
Además de los motivos económicos o de generación de divisas, que suelen ser el principal argumento a favor de este modelo…
Sí, la parte económica tiene mucho peso, le sirve al Estado para hacer infraestructura y pagar planes sociales a través de las retenciones, por ejemplo, y hay un proceso de retribución muy importante que sirve para crear legitimidad dentro de grupos urbanos, que por fin reciben una renta de algo que antes era solamente privado. Pero no es solamente una cuestión económica, es también una cuestión simbólica cultural muy importante, relacionada con ciertos mitos de la identidad nacional de Argentina.
Cómo el de volver a ser el granero del mundo.
Sí, y además es la conquista de la barbarie por la civilización. La dicotomía civilización o barbarie es muy importante para entender quiénes somos, porque sigue siendo manipulada discursivamente para presentar por qué necesitamos, como país, avanzar por la modernización del campo. El discurso de “esto es modernidad”, “esto es progreso”, domar y dominar a la naturaleza, ha sido un proyecto de creación de la Nación que yo rastreo hasta Sarmiento. Y los discursos siguen siendo los mismos.
¿Por ejemplo?
Los productores argentinos han sido los primeros en avanzar con el discurso acerca de que lo más importante para la producción agrícola es el conocimiento. Y esto tiene un atractivo muy grande porque la producción agrícola latinoamericana siempre ha sido muy conflictiva: reforma agraria, pobreza y campesinos protestando. Pero la idea de producir con conocimiento es que todos ganan, porque el conocimiento es abstracto y, si se comparte, nunca se pierde, lo que también genera una sensación de que no hay concentración y, sobre todo, no hay violencia. Los discursos son muy importantes para entender cómo los que están en esto, cuando ven el campo, no ven cuestiones negativas sino progreso, porque hay un montón de dinero entrando en los pueblos rurales, sobre todo los de la zona núcleo: hay trabajo, las calles están bonitas, están asfaltando, están abriendo escuelas. Entonces, ¿qué está mal? Nada está mal.
¿Y el impacto de las fumigaciones?
Eso también es central en el libro. Las fumigaciones están sucediendo y, a pesar de que los productores y agrónomos usan el lenguaje de las buenas prácticas, el problema es la fumigación constante. Además, muchos productores me decían que también usan otros químicos, algunos prohibidos, como el 2 4-D. Entonces, es difícil, porque los estudios que se hacen para regular el uso de agroquímicos se dan en espacios controlados, pero lo que pasa en la práctica es otra cosa. No hay testeo de los trabajadores, de la gente que está expuesta por 20 años, no sabemos qué pasa con sus hijos, no hay estudios genéticos, no tenemos esa información.
Pero hay muchos científicos en el país que generan evidencias sobre la toxicidad y el impacto de los agroquímicos, en la salud y el ambiente.
Totalmente, y todo eso lo empezó el doctor Andrés Carrasco, que dio el puntapié inicial de todas estas discusiones en la Argentina. Pero esas investigaciones son minimizadas en las discusiones generales del impacto negativo. En la Argentina, hay profesionales que están intentando recolectar información, pero no hay un rastreo sistemático y un estudio sobre qué pasa cuando por 20 años fumigaron la puerta de tu casa. De todos modos, con o sin estudios, las poblaciones rurales ven los cambios, eso ya está sucediendo.
¿Los cambios negativos?
Sí. Algunos son muy simples, como lo que me decían las mujeres, que cuando el vecino estaciona el mosquito frente a la puerta de sus casas, las plantas se les mueren. Otras son cuestiones muchísimo más graves, como la cantidad de personas con cáncer en el barrio, bebés naciendo con malformaciones, mujeres teniendo abortos espontáneos. Eso es percibido por las comunidades, aunque en muchos pueblos rurales, en realidad, este tema no se habla, se acalla.
En su libro, la autora analiza el rol de los grupos que se ven afectados por la toxicidad de las fumigaciones pero que también reciben los beneficios de ese modelo de producción.
¿En qué sentido?
Es algo que descubrí de una forma muy circunstancial. Mi trabajo empezaba, entre comillas, cuando el productor, el agrónomo o la persona que era mi contacto me llevaba a recorrer los lugares y me explicaba. Pero, el resto del tiempo, como los pueblos rurales todavía siguen siendo bastante tradicionales, lo pasaba con las mujeres, lavando, cocinando, cuidando a los niños o en situaciones que yo pensaba que no eran importantes, porque no era mi tarea como mujer estar sola todo el tiempo con el hombre. Con el tiempo, en situaciones de mucha confianza, las mujeres me hablaban de los agroquímicos, pero me decían cosas como “la hija de mi hermana está teniendo problemas de salud y la tuvieron que llevar a La Plata, y en La Plata le dijeron que podían ser los agroquímicos, pero no sé”, y se levantaban y se iban. Y luego hacíamos otra cosa, y volvíamos y me decían: “Se me están muriendo las flores del porche. Bueno, después las cambio”, y se iban. Y entonces sucedían estos intercambios en los que me compartían una preocupación, pero nunca me preguntaban qué es lo que pensaba, aunque sabían lo que yo estaba estudiando. Y ellas mismas decían cosas como, “¿será eso?”, pero nunca hablaban de los agroquímicos directamente ni decían la palabra agrotóxicos, y decían cosas como, “bueno, pero cáncer siempre hubo”. Había estas dinámicas de negación, de autocensura o de intentar convencerse.
En el libro habla de las mujeres como parte de los actores intermedios que mencionaba antes. ¿Podría ampliar un poco más ese concepto?
Muchas de las mujeres con las que estaba eran parte de la ganancia sojera a través de su marido o su familia, pero ninguna tiene capacidad de decisión productiva y esa es la cuestión inicial para entender qué significa ser “desempoderado”. Las llamo “intermedias”, porque reciben beneficios concretos, tanto económicos como culturales, pero no tienen capacidad de decisión productiva y reciben el impacto negativo, sobre todo a nivel de estar expuestas a las fumigaciones. Estos actores son esenciales para legitimar el discurso y reproducir la injusticia, porque en vez de construir o enmarcar su preocupación en una queja que sea movilizante, se silencian, se acallan, se censuran, negocian la toxicidad y siguen.
Entre los actores intermedios, también están los empleados del agronegocio.
Sí, la mayoría de los empleados de los agronegocios con los que trabajé eran jóvenes recién salidos de la universidad, entusiasmados con las tecnologías que usan y trabajan en el campo sin las inconveniencias físicas de trabajar ahí: tienen camioneta, aire acondicionado, teléfono celular, internet las 24 horas. De hecho, tampoco están expuestos a las fumigaciones, porque el fumigador está contratado o subcontratado. Entonces está bueno, porque el trabajo es cómodo, productivo, genera empleo, se usa tecnologías de punta. No hay nada malo.
Claro. Pero no se tienen en cuenta los impactos negativos…
Sí, pero para mí eso es lo importante de entender. A mí me costó mucho en el trabajo de campo. Los actores tienen sus razones, que son válidas y valederas. Y para los poquitos que sí me han compartido dudas, es que no tienen grandes dudas. Tal vez ahora sea diferente, gracias al éxito de los movimientos de Pueblos Fumigados, que han puesto la duda en la conciencia nacional, pero cuando hice trabajo de campo eso no sucedía, todavía era muy incipiente.
Volviendo al rol de las mujeres, ¿cambió en el último tiempo junto con el crecimiento de los movimientos ambientales?
Las mujeres están liderando los movimientos de justicia ambiental alrededor del mundo y en la Argentina también. El problema de esos discursos es que no tienen legitimidad para las elites agroexportadoras, que estiman la productividad del progreso a través de la innovación tecnológica, con discursos masculinizantes y masculinizados. Entonces, cuando las Madres del Barrio de Ituzaingó u otras mujeres, madres o maestras, vienen a decir “esto enferma”, los expertos les dicen “¿quién fue a la universidad?”. Las elites expertas usan esta experticia, que es también un discurso masculinizante y masculinizador.
¿Y cómo se resuelvo eso?
Lo interesante es cómo se usan esos discursos y qué pasa con las pocas mujeres que sí tienen entrada al campo. El problema esencial es que hay muy pocas mujeres que tienen poder de decisión en lo agrícola y eso es consecuencia de un proceso histórico de 200 años de exclusión de las mujeres en posiciones de poder. Incluso, a pesar de que hay muchísimas mujeres que estudian Ingeniería Agronómica, si consiguen trabajo dentro del agronegocio, se dedican a cuestiones comerciales, pero en la toma de decisiones son muy pocas. Y para poder mantener su puesto necesitan hablar y negociar con el discurso homogeneizador masculinizado de sus colegas. Esto podría cambiar si hubiese más mujeres. De hecho, es interesante el movimiento agroecológico en la Argentina, en el que muchas de las personas a cargo son mujeres con este discurso de cuidadoras de la naturaleza, pero son una minoría.
Gracias. ¿Quisiera agregar alguna reflexión?
Es interesante ver el libro hoy, desde los cambios que han ocurrido. Cuando empecé a hacer el trabajo de campo, usar la palabra glifosato generaba tensión en todos mis entrevistados. Ahora, los agrotóxicos son parte de una conciencia popular. Si bien hay negociaciones y gente que dice que son agroquímicos y no agrotóxicos, ya casi nadie duda de que generan toxicidad. La agroecología tampoco estaba tan difundida hace diez años atrás y los problemas del extractivismo están mucho más en la cabeza de la gente, hasta se enseña en las universidades, hay cátedras de soberanía alimentaria y hubo gente que me pidió el libro porque enseña sobre soja transgénica en las escuelas secundarias. Quiero decir, se habla de estos temas de una forma en la que no se hablaba, y para mí todo eso es positivo.
Por Vanina Lombardi
Fuente: Agencia TSS