Desde hace algunos meses la palabra sororidad aparece y resuena. Emerge espontáneamente en reuniones, conversaciones con amigas y/o compañeras e intercambios con la familia. Irrumpe en marchas feministas, en pedidos de auxilio, en la boca de teóricas e investigadoras. La palabra sororidad se ha colado en cada rincón de la lucha feminista y se podría decir, que ha excedido ese espacio de militancia trasladándose a otros ámbitos de la vida en comunidad.
En un inicio pensaba que, como categoría contemporánea de los estudios de género, las feministas a lo largo y ancho del mundo habíamos adoptado una palabra que de alguna manera resumía la necesidad de hermanarnos con la otra, enlazarnos entre nosotras y ser manada para protegernos de los embates del sistema patriarcal. En este sentido, la categoría sororidad va mucho más allá de la mera enunciación y lo lingüístico, para proponernos una perspectiva fraternal con nuestras congéneres.
Lagarde y de los Ríos hablan de un pacto entre mujeres. Pactos que han ido adquiriendo lenguaje propio y que tienen estrecha vinculación con lo político. Dirán que pactar es necesario cuando se trata de escenarios públicos ya que debemos generar acuerdos de intervención, pero también dirán que pactamos en la esfera privada con aquellas mujeres que forman parte de nuestro entorno familiar y próximo. Las mujeres, nos hemos encontrado pactando con otras mujeres en el ámbito privado y toma carácter público en el momento en que lo ponemos en palabras para poder intercambiar con quienes hemos forjado lazos de amistad o familiares.
Más allá de la construcción de la sororidad como una confluencia entre las esferas privada y pública (acá cabría desplegar entonces algo respecto a “lo personal es político”) hay un planteo al que invitan, que a mi criterio, es más importante aún: las mujeres no llevamos en forma innata la “capacidad” de pactar, sino que hemos aprendido con modalidades propias del sistema patriarcal y es necesario deconstruírlas en un cuerpo a cuerpo y subjetividad a subjetividad entre mujeres.
La sororidad es una dimensión ética, política y práctica del feminismo contemporáneo. Es una experiencia de las mujeres que conduce a la búsqueda de relaciones positivas y a la alianza existencial y política, cuerpo a cuerpo, subjetividad a subjetividad con otras mujeres, para contribuir a acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y al empoderamiento vital de cada mujer. (Lagarde & de los Ríos)
No obstante, algo obturaba mis sentidos respecto a la sororidad y hace relativamente poco tiempo pude empezar a dilucidar algunos de los motivos. Si bien la base de la categoría tiene su raíz fundamental en empoderarnos recíprocamente para protegernos (lo cual es necesario y legítimo), por otro lado, las feministas (en oportunidades) la hemos malinterpretado y llenado de contenidos erróneos, lo que coadyuvó a vaciarla de sentido. En palabras de Lagarde “(…) no se trata de que nos amemos, podemos hacerlo. No se trata de concordar embelesadas por una fe, ni de coincidir en concepciones del mundo cerradas y obligatorias”. Continuará diciendo que se trata de crear vínculos, y yo diré, de generar lazos.
Se tratará entonces de forjar alianzas, acuerdos mínimos y de base, tener un horizonte común e intentar conquistarlo, luchar más allá de las diferencias culturales, económicas, étnicas y sociales por una misma causa: eliminar las múltiples formas de discriminación y violencia hacia las mujeres. Pero para esto último, para luchar por esta causa, no es necesario amar a la otra. Como bien manifiesta Lagarde, esto puede suceder o no. No es preciso concordar embelesadas por una misma fe a la manera de “en el nombre de la sororidad…” cual predicación fiel a algo que está más allá de nosotras.
En algunas oportunidades, en cuanto percibimos que el encuentro con la/s otra/s es muchas veces doloroso y complejo, definimos forzar situaciones en nombre de la sororidad. La sororidad se aparece entonces como una palabra mágica que debería allanar camino, aliviar malestares, eliminar conflictos. Pero no concebimos que esto no es ni será posible, entendiendo que somos miles absolutamente diversas, con distintos pensamientos y sentires, con formas disímiles de construir nuestras vidas y lazos. La sororidad no es un comodín.
Vaciamos de sentido la categoría sororidad cada vez que en su nombre justificamos accionares patriarcales de otras mujeres solo por el hecho de serlo; la vaciamos de sentido cuando nos sentimos ofendidas y contrariadas con congéneres y en nombre de la sororidad debemos “comprender” ya que se trata de una mujer; la vaciamos de sentido cuando elegimos callar injusticias para no ser “poco sororas” con otras mujeres; la vaciamos de sentido cuando la utilizamos como comodín para justificar lo injustificable.
La sororidad debe responder algunos interrogantes: ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Esto es, la sororidad trasciende las singularidades pero de ninguna manera puede eliminarlas (aunque así se pretendiera). Las feministas tenemos una causa común, sí. Pero esa causa común no desdibuja nuestras subjetividades y el encuentro con otras con todo lo que conlleva. Puedo no amar a la otra, repudiar sus formas de proceder y hasta distar abismalmente en el plano político… pero me encontraré con ella en la plaza, en la calle y en las marchas. Puedo no encontrármela en la lucha, pero si voy por la calle y está siendo atacada, voy a interceder. Es decir, que no nos una un lazo de afecto con una congénere, no quiere decir que la sororidad se esfuma y mucho menos la lucha. En lo que a mi respecta, de esto se trata (en gran parte) la sororidad: en la posibilidad de comprender que la causa común supera (pero no elimina) las singularidades.
Nuestro encuentro con otras no es fácil. Implica poder mirar(nos) en nuestra diversidad. En este marco, el usual “te entiendo” pierde sentido casi totalmente. No vamos a poder entender a la otra de manera completa, a lo sumo (y lo considero mucho más solidario) podemos hacer el esfuerzo de escucharla y contenerla aunque no hayamos atravesado una situación similar. Es decir, poner el cuerpo, prestar oídos y ojos, poner palabras a disposición de aquella otra que atravesó o atraviesa una situación dolorosa, sin necesariamente estar pasando o haber pasado por lo mismo. No se trata de entender, se trata de estar aunque no entendamos esa realidad. Si entendiéramos siempre a la otra, sería todo mucho más sencillo de lo que es.
Debemos hacer el esfuerzo de dejar de pensar en la sororidad como categoría abstracta y ponerla a trabajar en lo terrenal. Nos debemos tiempo de revisión de nuestras propias prácticas para luego poder encontrarnos con otras. No hacer este trabajo de revisión… es fortalecer el camino al patriarcado.
Agustina D. Schäuble Lic. y Prof. en Psicopedagogía Docente e investigadora CURZA-UNCo
Imagen de portada: *Autor/a desconocido/a